lunes, 10 de febrero de 2014
La historia detrás del cuadro
El 20 de diciembre de 1506 , 3 meses después del fallecimiento, doña Juana accedió a trasladar el cuerpo de su esposo de Burgos, concretamente desde Arcos de la Llana
lugar donde comienza la peregrinación hasta la ciudad de Granada para
ser enterrado, junto a su madre Isabel, en el Panteón Real de la
Catedral. Envío la Corte por delante, y ella personalmente acompañó el
cortejo fúnebre compuesto únicamente por frailes, media docena de
criadas ancianas, que debían ir siempre alejadas del féretro, los
porteadores y soldados fuertemente armados, que evitaban que ninguna
mujer de los pueblos o aldeas por los que atravesaban pudiera acercarse
al ataúd.
Hacía marchas
muy cortas, viajando solamente de noche a la luz de las antorchas que
portaban los soldados. Se detenían en algún pueblo al amanecer y en su
iglesia se introducía el féretro de don Felipe, al que durante todo el
día se le decían misas, celebrando una y otra vez el oficio de difuntos.
La propia Juana viajaba en carruaje y, a veces, a caballo para poder
acercarse hasta el cadáver que era trasportado en andas, y cuyos
portadores eran relevados con frecuencia debido al hedor insoportable
que, por motivo de un mal embalsamamiento, despedía el cuerpo. En una de
las paradas habituales al clarear el día, se introdujo el cadáver en un
monasterio del lugar. Al percatarse la reina de que se trataba de un
claustro de monjas, ordenó inmediatamente que se sacara el féretro de
allí y se acampara en pleno campo. Ese es el momento que idealiza
Francisco Pradilla en la célebre obra romántica: “Doña Juana la Loca”.
La
figura de doña Juana se encuentra en el centro de la composición,
mirando con ojos enfermizos el catafalco de su esposo adornado con las
armas imperiales: en el paño sobre el ataúd aparecen bellamente los
bordados del Águila Imperial Exployada y el León de Brabante. Sobre las
andas, estampados sobre el lienzo blanco, los cuarteles del Reino de
León, el Águila Imperial Bicéfala, Flandes y Tirol y Castilla; tras el
candelero, el cuartel de Granada, el Águila de Sicilia, el de Aragón y
el Borgoña.
Realismo y pintura histórica
La fundación en 1873 de la Academia de Bellas Artes de Roma, con el propósito de "ofrecer a nuestros artistas algún campo de estudio, algún lugar de recogimiento y ensayo, en la ciudad que será eternamente la Metrópoli del arte: Roma", desempeña un papel decisivo en la generación de los pintores españoles del último cuarto de siglo y en la pervivencia del género histórico hasta fechas tan avanzadas.
Este papel vino determinado por la suerte de círculo vicioso que presentaba el panorama artístico de la época. La gran mayoría de los pensionados cultivaban la pintura de historia por ser el género que más se valoraba, hasta el punto de que los artistas becados para Roma tenían como compromiso y como prueba de aprovechamiento la realización de un cuadro de historia.
Una prueba que, además, podía proporcionarles fama y honores en las Exposiciones Nacionales, dado que los premios de estas muestras eran otorgados por jurados compuestos por pintores de la generación anterior y, en consecuencia, sensibles al género histórico.
El resultado de este círculo vicioso no podía ser otro que la proliferación de pintores históricos, movidos más por obtener el reconocimiento oficial que por cultivar sus personales gustos estéticos.
No obstante, también se simultanearon otros géneros menos aparatosos, como el retrato, el paisaje y la decoración de interiores. Este último aspecto vendrá propiciado por la etapa de paz y de estabilidad política que reinaba en España durante esos años, que animó la construcción y posterior decoración de palacetes de cierto empaque, sobre todo en Madrid, donde cabe citar los de Linares, Aglona y Santoña, no todos hoy conservados. También se emprendieron por entonces las obras de remodelación y decoración de la iglesia madrileña de San Francisco el Grande, donde participaron muchos pintores y escultores.
Esta segunda generación de pintores de historia guarda, no obstante, una diferencia esencial con respecto a su antecesora, genuinamente romántica. Pues si bien ambas plasmaban temas de cierta semejanza, los pintores del último tercio del siglo XIX incorporarían a sus representaciones un lenguaje realista, evidenciado en los detalles compositivos y en su predilección por llevarlos a cabo al aire libre.
El más dotado de todos ellos fue Francisco Pradilla (1848-1921), quien, natural de Zaragoza y pensionado en la Academia Española de Roma en 1874, llegó a ser su director siete años más tarde. También fue director del Museo del Prado a partir de 1887.
La consagración de este pintor aragonés le vino dada por su cuadro Doña Juana la Loca ante el cadáver de su esposo (Madrid, Museo del Prado), fechado en 1877, con el que consiguió una primera medalla en la Exposición Nacional de 1878, además de ser galardonado en París, Viena y Berlín. A raíz de este éxito el Senado le encarga La rendición de Granada (1882) para decorar su sede. En ambas obras, el pintor proporciona a sendas evocaciones del pasado histórico de España un tratamiento absolutamente realista, no sólo por la precisión de los detalles indumentarios, sino también por la ambientación del paisaje y por la atmósfera invernal con que las dota. A estos lienzos seguirían otras obras de tema igualmente histórico y, asimismo, de ejecución realista: El suspiro del moro (1892), del que existen varios bocetos en colecciones privadas, y Doña Juana la Loca en Tordesillas (Madrid, Museo del Prado), fechada en 1906.
De Pradilla es también reconocida su participación en las labores decorativas del madrileño palacio de Linares, así como el virtuosismo de sus acuarelas, muchas de ellas realizadas durante su estancia en Roma.
Otros dos nombres destacados que mezclaron historicismo y realismo fueron Antonio Muñoz Degrain (1843-1924) y José Moreno Carbonero (1860-1924). Ambos coincidieron como pensionados en Roma en 1882 y ambos coincidieron también en la precisión y minuciosidad de los detalles, a pesar del desmesurado formato de sus cuadros. Los amantes de Teruel (Madrid, Museo del Prado), fechado en 1884, del primero, y La conversión del duque de Gandía (Granada, Museo de Bellas Artes), pintado en 1883, del segundo, fueron los ejercicios obligados que, como pensionistas, realizaron en Roma. Ambas obras, junto a La conversión de Recaredo, de Muñoz Degrain, La entrada de Roger de Flor en Constantinopla, de Moreno Carbonero, y el sorprendente Combate naval de Lepanto, de Juan Luna y Novicio (1857-1899), todas ellas encargadas por el Senado en 1888, conforman una brillante muestra de esa pervivencia en fechas ya tardías del historicismo romántico, alentado, como se ve, por las instituciones del Estado.
A pesar de tan elocuentes muestras del género histórico, estos pintores también cultivaron otras trayectorias y estilos. Así, Muñoz Degrain, uno de los más originales creadores del fin de siglo español, estuvo abierto a una gran variedad temática, incluyendo la faceta orientalista. Siempre inclinado por el paisaje, que ejecutó con fantasía, cromatismo y luminosidad desbordada, llegó a ocupar la cátedra de esta disciplina en la Escuela de Bellas Artes de San Femando, beneficiándose de su docencia toda una generación de pintores, entre ellos el joven Picasso, quien siempre le consideró como su primer maestro.
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